viernes, 29 de enero de 2021

QUE OFRECEMOS EN EL OFERTORIO

 


El ofertorio es uno de los momentos de la Misa en el que Dios pide nuestra especial participación. El pan y el vino, fruto del trabajo del hombre, son llevados al altar en procesión como símbolo de la ofrenda de cada uno de los presentes. Pero, ¿qué es realmente aquello que ofrecemos al Señor?

Manos vacías

Volvemos la mirada a nuestras manos y las encontramos vacías. Dios quiere hacer una alianza con el hombre y le pide su parte del pacto y nosotros no encontramos nada que ofrecer (Gen. 17, 7-9). Si quieres busca en tu memoria tus grandes méritos y tus grandes hazañas y ponlos en tus manos. Te aseguro que serán pocos y aún así, ¿no habrá sido Dios mismo quien te ha dado la gracia para realizarlos? Igualmente puedes preséntalos al Señor. Dios acoge aquello que le quieras ofrecer y lo acepta con amor.

Dios, en la persona del Sacerdote, está al frente del altar viéndote entrar por el pasillo. Te ve caminar hacia Él con tus manos llenas de triunfos, virtudes, actos de caridad, limosnas. Le presentas aquello que crees que le va a honrar. Sin embargo, cuando llegas y le muestras todo aquello que traes en las manos, te mira con ternura a los ojos, coge todos tus logros, los pone a un lado y te dice: “El honor más grande es tenerte a ti como hijo”. En ese momento te abraza con fuerza y te acoge como hijo, seas como seas, con tus manos llenas o vacías. Puedes escuchar en tu corazón esas palabras del Padre y descansar en Él. Recuerda que Dios no pide nada y lo da todo.

Al reconocer esta actitud de Dios, nos preguntamos: 
¿qué es lo que quiere Él? 
¿qué hay en mí que le pueda agradar?
 ¿qué ofrenda será grata a sus ojos?

La respuesta a esta pregunta la encontramos en la Sagrada Escritura. Dios nos revela que: “no te agrada el sacrificio, si ofrezco un holocausto no lo aceptas. El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias.” (Sal 51, 18-19). Siguiendo esta misma línea Cristo en el Evangelio nos responde con palabras claras: “Si hubieseis comprendido lo que significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificios.” (Mt 12, 7).

En el acto penitencial, hemos aprendido a reconocer nuestra pequeñez, miseria y limitación. Hemos visto la necesidad de vaciarnos para ser colmados por Dios. La misericordia de Dios va más allá. Dios, sabiendo que no teníamos nada que ofrecerle, nos invita a ofrecerle nuestra nada. “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual.” (Rom 12, 1).

La ofrenda del pecador: él mismo

Puede ayudar preguntarle: ¿Señor, qué quieres de mí?, ¿quieres que cumpla con mis deberes como cristiano?, ¿esa es mi ofrenda? Y escuchar cómo te dice al corazón: te quiero a ti. Dios quiere que nuestra ofrenda seamos nosotros mismos. La alianza se sella con la sangre: Su sangre y la tuya (Mt 26, 28). Tu sangre, tu herida más profunda, es la herida de tu pecado. Aprende a ofrecer aquello de lo que te avergüenzas, aquello que deseas ocultar, aquello que no quieres que nadie vea; ofrécelo. Será grato a los ojos de Dios. Porque: “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes.” (Santiago 4, 6).

Es así como la miseria se convierte en nuestro mayor tesoro siempre y cuando vivamos de esperanza. “En tu salvación espero, Yahveh.”(Gen. 49, 18). 

Para quien no se sabe abandonar en Dios, su miseria se convierte en el mayor obstáculo para llegar a Él. Quien espera en el Señor, su miseria lo lleva a la más íntima unión con Él (Sal. 51). No hay nada que separe a esa alma de Dios. El alma que confía se lanza hacia el Señor sin pensar dos veces si va a ser agradable o no a sus ojos.

Abrir las manos en el ofertorio

Estamos acostumbrados a cerrar las manos para no mostrar la suciedad que hay en ellas. Te invito a abrirlas ante el Señor durante el ofertorio. El Señor quiere ver tus manos, quiere ver tu actitud de ofrenda. Quiere ver que en tus manos sucias hay un corazón. Un corazón pequeño y herido pero totalmente suyo (Ez 11, 19-20). El corazón que Él mismo ha creado y que conoce profundamente (Sal 139). Está deseando unir su Sagrado Corazón con el tuyo. No esperes más y concédele el regalo de tu humilde corazón.

Puedes acompañar tu ofrenda con esta pequeña oración:

Oración para el ofertorio

Padre de bondad, me presento ante ti sin nada. Todos los esfuerzos por merecer tu amor han sido en vano. Me doy cuenta que no quieres de mí actos heroicos sino que me ofrezca como soy. Tú conoces mi corazón, tú lo creaste, es por eso que te lo devuelvo deseando que sea ésta la ofrenda agradable a tus ojos. Es poco lo que te doy pero es mi todo. Acéptalo porque eres bueno y misericordioso.

Cuando veas al Sacerdote elevar el pan y el vino asegúrate de que tu corazón sea también parte de esa ofrenda. Al sacerdote le corresponde la misión de ser mediador entre Dios y nosotros. Es él quien, en nombre de todos, presenta el objeto de la ofrenda al Padre (Heb. 5, 1). Es necesario que coloques toda tu alma en la patena y veas como se eleva al Dios del cielo. Puedes unirte a las palabras del Sacerdote y decirlas desde el corazón.

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ORACION CON LAS SAGRADAS ESCRITURAS

 


AUDIENCIA GENERAL PAPA FRANCISCO

Hoy quisiera detenerme sobre la oración que podemos hacer a partir de un pasaje de la Biblia.

Las palabras de la Sagrada Escritura no han sido escritas para quedarse atrapadas en el papiro, en el pergamino o en el papel, sino para ser acogidas por una persona que reza, haciéndolas brotar en su corazón. La Palabra de Dios va al corazón.

El Catecismo afirma: «A la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración —la Biblia no puede ser leída como una novela— para que se realice el diálogo de Dios con el hombre». Así te lleva la oración, porque es un diálogo con Dios.

Ese versículo de la Biblia ha sido escrito también para mí, hace siglos, para traerme una palabra de Dios. Ha sido escrito para cada uno de nosotros. A todos los creyentes les sucede esta experiencia: una pasaje de la Escritura, escuchado ya muchas veces, un día de repente me habla e ilumina una situación que estoy viviendo. Pero es necesario que yo, ese día, esté ahí, en la cita con esa Palabra, esté ahí, escuchando la Palabra.

Todos los días Dios pasa y lanza una semilla en el terreno de nuestra vida. No sabemos si hoy encontrará suelo árido, zarzas, o tierra buena, que hará crecer esa semilla (Mc 4,3-9). Depende de nosotros, de nuestra oración, del corazón abierto con el que nos acercamos a las Escrituras para que se conviertan para nosotros en Palabra viviente de Dios. Dios pasa, continuamente, a través de la Escritura.

Decía san Agustín: “Tengo temor del Señor cuando pasa”. ¿Por qué temor? Que yo no le escuche, que no me dé cuenta de que es el Señor.
A través de la oración sucede como una nueva encarnación del Verbo. Y somos nosotros los “tabernáculos” donde las palabras de Dios quieren ser acogidas y custodiadas, para poder visitar el mundo. Por eso es necesario acercarse a la Biblia sin segundas intenciones, sin instrumentalizarla.

El creyente no busca en las Sagradas Escrituras el apoyo para la propia visión filosófica o moral, sino porque espera en un encuentro; sabe que estas, estas palabras, han sido escritas en el Espíritu Santo y que por tanto en ese mismo Espíritu deben ser acogidas, ser comprendidas, para que el encuentro se realice.
A mí me molesta un poco cuando escucho cristianos que recitan versículos de la Biblia como los loros. “Oh, sí, el Señor dice…, quiere así…” ¿Pero tú te has encontrado con el Señor, con ese versículo? No es un problema solo de memoria: es un problema de la memoria del corazón, la que te abre para el encuentro con el Señor. Y esa palabra, ese versículo, te lleva al encuentro con el Señor.
Nosotros, por tanto, leemos las Escrituras para que estas “nos lean a nosotros”. Y es una gracia poder reconocerse en este o aquel personaje, en esta o esa situación.

La Biblia no está escrita para una humanidad genérica, sino para todos nosotros, para mí, para ti, para hombres y mujeres en carne y hueso, hombres y mujeres que tienen nombre y apellidos, como yo, como tú. Y la Palabra de Dios, impregnada del Espíritu Santo, cuando es acogida con un corazón abierto, no deja las cosas como antes, nunca, cambia algo. Y esta es la gracia y la fuerza de la Palabra de Dios.
En algunos textos antiguos surge la intuición de que los cristianos se identifican tanto con la Palabra que, incluso si quemaran todas las Biblias del mundo, se podría salvar el “calco” a través de la huella que ha dejado en la vida de los santos.

La tradición cristiana es rica de experiencias y de reflexiones sobre la oración con la Sagrada Escritura. En particular, se ha consolidado el método de la “lectio divina”, nacido en ambiente monástico, pero ya practicado también por los cristianos que frecuentan las parroquias. Se trata ante todo de leer el pasaje bíblico con atención, es más, diría con “obediencia” al texto, para comprender lo que significa en sí mismo.

Sucesivamente se entra en diálogo con la Escritura, de modo que esas palabras se conviertan en motivo de meditación y de oración: permaneciendo siempre adherente al texto, empiezo a preguntarme sobre qué “me dice a mí”. Es un paso delicado: no hay que resbalar en interpretaciones subjetivistas, sino entrar en el surco vivo de la Tradición, que une a cada uno de nosotros a la Sagrada Escritura.

Y el último paso de la lectio divina es la contemplación. Aquí las palabras y los pensamientos dejan lugar al amor, como entre enamorados a los cuales a veces les basta con mirarse en silencio. El texto bíblico permanece, pero como un espejo, como un icono para contemplar. Y así se tiene el diálogo.
A través de la oración, la Palabra de Dios viene a vivir en nosotros y nosotros vivimos en ella. La Palabra inspira buenos propósitos y sostiene la acción; nos da fuerza, nos da serenidad, y también cuando nos pone en crisis nos da paz. En los días “torcidos” y confusos, asegura al corazón un núcleo de confianza y de amor que lo protege de los ataques del maligno.

Vatican News

domingo, 24 de enero de 2021

LA PALABRA DE DIOS

El Domingo de la Palabra de Diosquerido por el Papa Francisco, a celebrarse cada tercer Domingo del Tiempo Ordinario de cada año, recuerda a todos, pastores y fieles, la importancia y el valor de la Sagrada Escritura para la vida cristiana, como también la relación entre Palabra de Dios y liturgia” y quiere “reavivar la conciencia de la importancia de la Sagrada Escritura en nuestra vida de creyentes, a partir de su resonancia en la liturgia, que nos pone en diálogo vivo y permanente con Dios”.

 “No renunciemos a la Palabra de Dios. Es la carta de amor escrita para nosotros por Aquel que nos conoce como nadie más. Leyéndola, sentimos nuevamente su voz, vislumbramos su rostro, recibimos su Espíritu. La Palabra nos acerca a Dios; no la tengamos lejos. Llevémosla siempre con nosotros, en el bolsillo, en el teléfono; démosle un sitio digno en nuestras casas. Pongamos el Evangelio en un lugar donde nos recordemos abrirlo cada día, si es posible al inicio y al final de la jornada, de modo que entre tantas palabras que llegan a nuestros oídos llegue al corazón algún versículo de la Palabra de Dios”.

En este domingo de la Palabra escuchamos a Jesús que anuncia el Reino de Dios. Vemos qué y a quién lo dice.

Qué dice. Jesús comenzó a predicar así: 

«El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está llegando» (Mc 1,15). Dios está cerca, este es el primer mensaje. Su Reino ha bajado a la tierra. 

La Palabra de Dios nos permite constatar esta cercanía, porque -dice el Deuteronomio- no está lejos de nosotros, sino que está cerca de nuestro corazón (cf. 30,14). Es antídoto contra el miedo de quedarnos solos ante la vida. De hecho, el Señor a través de su Palabra con-suela, es decir: está con quien está solo. Hablándonos, nos recuerda que estamos en su corazón, somos hermosos para sus ojos, estamos custodiados en las palmas de sus manos.

Quien experimenta la cercanía de Dios no puede distanciarse del prójimo, no puede alejarlo con indiferencia. Quien es asiduo a la Palabra de Dios recibe saludables cambios existenciales: descubre que la vida no es el tiempo para esconderse de los otros y protegerse a sí mismo, sino la ocasión para ir al encuentro de los demás en el nombre del Dios cercano. Así la Palabra, sembrada en el terreno de nuestro corazón, nos lleva a sembrar esperanza a través de la cercanía. Precisamente como hace Dios con nosotros.

A quién habla Jesús. En primer lugar, se dirigió a los pescadores de Galilea. Eran personas sencillas, que vivían del fruto de sus manos, trabajando duramente noche y día. 

Todos pueden recibir su Palabra y encontrarlo personalmente. Hay un hermoso detalle en el Evangelio a este propósito, cuando se hace notar que el anuncio de Jesús llegó «después» del de Juan (Mc 1,14). Es un después decisivo, que marca una diferencia: Juan acogía a la gente en el desierto, donde iban sólo aquellos que podían dejar los lugares donde vivían. Sin embargo, Jesús hablaba de Dios en el corazón de la sociedad, a todos, allí donde estuvieran. Y no hablaba en los horarios y tiempos establecidos. Hablaba «mientras caminaba por la orilla del lago» a los pescadores que «echaban las redes» (v. 16). Se dirigía a las personas en los lugares y tiempos más ordinarios. Esta es la fuerza universal de la Palabra de Dios, que alcanza a todos y a cada ámbito de la vida.

Sin embargo, Jesús los llama a partir de su vida: “Son pescadores, se convertirán en pescadores de hombres”. Tocados por esta frase, descubrirán paso a paso que vivir pescando peces era de poco valor, pero remar mar adentro desde la Palabra de Jesús es el secreto de la alegría. Así hace el Señor con nosotros, nos busca donde estamos, nos ama como somos y con paciencia acompaña nuestros pasos. Como a aquellos pescadores, nos espera en la orilla de la vida. Con su Palabra quiere hacernos cambiar de rumbo, para que dejemos de ir tirando y vayamos mar adentro en pos de Él.

No renunciemos a la Palabra de Dios. Es la carta de amor escrita para nosotros por Aquel que nos conoce como nadie más. Leyéndola, sentimos nuevamente su voz, vislumbramos su rostro, recibimos su Espíritu. La Palabra nos acerca a Dios; no la tengamos lejos. Llevémosla siempre con nosotros, en el bolsillo, en el teléfono; démosle un sitio digno en nuestras casas. 

Pongamos el Evangelio en un lugar donde nos recordemos abrirlo cada día, si es posible al inicio y al final de la jornada, de modo que entre tantas palabras que llegan a nuestros oídos llegue al corazón algún versículo de la Palabra de Dios.

Para poder hacer esto, pidamos al Señor la fuerza de apagar la televisión y abrir la Biblia; de desconectar el móvil y abrir el Evangelio. En este Año litúrgico leemos el Evangelio de Marcos, el más sencillo y breve. ¿Por qué no leerlo incluso a solas, aunque sea un pequeño pasaje cada día? Nos hará sentir la cercanía del Señor y nos infundirá valor en el camino de la vida.


Papa Francisco, Aciprensa.

viernes, 1 de enero de 2021

SOLEMNIDAD DE MARIA, MADRE DE DIOS




Comienza un nuevo año y la Iglesia, cada 1 de enero, lo inicia celebrando la Solemnidad de María, Madre de Dios. La Iglesia católica se encomienda así, desde el primer día, a los cuidados maternales de María, verdadera Madre de Dios. La Virgen, quien tuvo la dicha de concebir, dar a luz y criar al Salvador, es también la que protege a todos sus hijos en Cristo, los asiste y acompaña durante su peregrinar en este mundo.

La celebración dedicada a “María, Madre de Dios” (Theotokos) es la más antigua que se conoce en Occidente. En las catacumbas de Roma -los subterráneos que sirvieron de refugio a la cristiandad primigenia y donde los cristianos se reunían para celebrar la Santa Misa- han sido halladas numerosas inscripciones y pinturas que dan cuenta de la antigüedad de esta celebración mariana.

Los cristianos de Egipto ya se dirigían a María como “Madre de Dios”, usando las siguientes palabras: "Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh siempre Virgen gloriosa y bendita". Esta oración está recogida en la Liturgia de las Horas desde hace siglos.

El título de “Madre de Dios” ya estaba incorporado en la oración de los fieles y se usaba con frecuencia tanto en la Iglesia de Oriente (“Theotokos”) como en la de Occidente (”Mater Dei”). 

“¿Entonces Dios tiene una madre? En consecuencia no condenemos la mitología griega, que les atribuye una madre a los dioses”. El cuestionamiento de Nestorio tenía implicancias cristológicas, es decir, no solo deshonraba a la Virgen María, sino que ponía en entredicho que fuese efectivamente madre de la “persona” -una y única- de Cristo, segunda persona de la Santísima Trinidad.

Nestorio había caído en un gravísimo error. Había introducido una separación -más bien una ruptura- entre las dos naturalezas –divina y humana– presentes en el Señor Jesús. María no podía ser solo “madre” de la humanidad de Cristo sin afectar toda la obra salvífica de la encarnación.

Los obispos, por su parte, reunidos en el Concilio de Éfeso (año 431), afirmaron la subsistencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única persona del Hijo; y declararon: "La Virgen María sí es Madre de Dios porque su Hijo, Cristo, es Dios". Aquel día, los padres conciliares, acompañados por el pueblo y portando antorchas encendidas, realizaron una gran procesión al canto de: "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén".

San Juan Pablo II, en noviembre de 1996, señaló lo siguiente: “La expresión Theotokos, que literalmente significa ‘la que ha engendrado a Dios’, a primera vista puede resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina de María se refiere solo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación divina”. Luego añadió:

“El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con él. Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino para nada. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años, tomó nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz”.

Asimismo, señaló que la maternidad de María “no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana”. Además, “una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino de la persona que engendra”, enfatizó San Juan Pablo II.

Para terminar, es importante recordar que María no es sólo Madre de Dios, sino que también es madre nuestra porque así lo quiso Jesucristo en la cruz. Por ello, al comenzar el nuevo año, pidámosle a María que nos ayude a ser cada vez más como su Hijo.

FUENTE: ACIPRENSA.COM