domingo, 11 de julio de 2021

EL COMBATE DE LA ORACION

 



El combate de la oración

Como sacerdotes y como hombres de Dios nada podemos hacer si no estamos unidos a la Vid


Por: P. Juan Antonio Torres | Fuente: Catholic.net

En medio de la prueba aciaga a la que Dios le había sometido, Job se preguntaba: ¿No es una milicia lo que hace el hombre en la tierra? (Jb 7, 1).

Al sacerdote también a veces le surge la pregunta: ¿no es una lucha lo que hace el hombre en la oración?

Tener que reservar un tiempo para orar es una verdadera batalla de todos los días. Rara vez la oración resulta fácil y placentera, donde uno se encuentra a gusto. Media hora o una hora de oración se nos presenta como algo molesto, un peso que sería mejor no tener que cargar.

Ayuda mucho considerar de partida que la oración es siempre una batalla. Cada vez que vamos a hacer oración debemos repetirnos a nosotros mismos: ¡voy a luchar!, ¡voy a dar la batalla!, ¡voy a sudar la camiseta!

Toda oración es una lucha, principalmente por tres motivos:

1. Porque tener que reservar un tiempo diario para la oración es ya una lucha.
2. Porque, estando ya en oración, hay que luchar contra las dificultades: distracciones, sueño, desaliento, sequedad...
3. Pero, sobre todo, porque en la oración se libran las batallas de Dios.

1. Tener que reservar un tiempo para la oración es ya una lucha:

A diario nuestra agenda está llena de mil ocupaciones, muchas de ellas importantes e inaplazables: misas, predicaciones, administración de los sacramentos, organización de eventos, visita a los enfermos, confesión, clases en el seminario...

En medio de tanto quehacer, no siempre queda garantizado un tiempo fijo para la meditación personal. Cortar con todo y retirarse a un lugar silencioso para dedicarse sólo y únicamente a dialogar con Dios, no resulta fácil.

Por lo demás, el uso del tiempo no depende siempre de uno mismo. Hay que estar siempre disponibles para atender al teléfono, a quien llama a la puerta, o a quien viene a confesarse o a hacer una consulta. Como sacerdote no se puede decir “no” a todo ello.

La primera batalla de la oración es dedicarle un espacio de tiempo.

En un ambiente donde reina el pragmatismo y la búsqueda de los éxitos fáciles y rápidos, se cae frecuentemente en el peligro de ver la oración como una pérdida de tiempo, como una huida de lo que parece verdaderamente importante, o sea, de realizar obras concretas que den resultados prácticos inmediatos y tangibles.

Esta forma de ver se presenta sobre todo en quienes con verdadero celo buscan hacer apostolado y hacer rendir al máximo su tiempo. Entonces, lo que está en juego es saber qué es lo más importante: ¿hacer oración o hacer apostolado? Esta es la primera batalla que hay que librar.
San Pablo dice en la segunda carta a los Corintios: “Aunque vivimos en la carne no combatimos según la carne. ¡No!, las armas de nuestro combate no son carnales, antes bien, para la causa de Dios, son capaces de arrasar fortalezas” (2 Cor 10, 3-4).

Es necesario convencernos de que el dilema “oración o apostolado” es un engaño. Como sacerdotes y como hombres de Dios nada podemos hacer si no estamos unidos a la Vid, si no contamos con la potencia de Dios. Todo lo que hagamos, si no está hecho por fe y amor a Dios, de nada vale en orden a la salvación de las almas.

Si no hacemos oración, nuestro corazón, nuestra mente, nuestras intenciones comienzan poco a poco a apartarse de lo Único necesario. Si falta la oración, el fervor y las fuerzas para trabajar se van apagando paulatinamente.

Es necesario alimentar nuestro espíritu con el pan nutritivo, aunque a veces amargo, de la oración cotidiana y perseverante.

Esta es pues la primera batalla: hacer triunfar en nuestro interior el verdadero valor y la eficacia sobrenatural de la oración.

Cuando en este momento, en lugar de sentarse en la oficina para trabajar, se hace la decisión de apartarse a la capilla para orar, se está poniendo más la confianza en Dios que en uno mismo. De esa oración serena y silenciosa brotarán después las energías para trabajar con Dios y sólo por Dios: “Si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo” (1Tim 4, 10). Además de las gracias de Dios, uno de los primeros frutos que esta victoria nos reporta es el vivir psicológicamente más por encima de las cosas, más serenos, más confiados en la ayuda de Dios, con la mirada puesta más lejos, mirando un horizonte más amplio. Y nos libra de la precipitación, de la inquietud, del nerviosismo y de la agitación en el desempeño de nuestros deberes.

2. La oración es una lucha contra las dificultades:

Pero la oración es también una lucha porque, aunque nos hayamos apartado materialmente de los quehaceres cotidianos, en nuestro interior sigue activo otro mundo no menos difícil de combatir. Para entrar en diálogo cordial con Dios, hay que ponerse en su presencia y crear el clima interior de silencio y de escucha. Pero de inmediato surgen las distracciones, el sueño, la sequedad. Y muchas veces sucede que la oración queda sólo al nivel de una lucha fatigosa y no se logra ese sabroso diálogo pacífico con Dios, como se hubiese deseado. Entonces parece que quizás no se ha hecho realmente oración.

Sin embargo hay que saber descubrir el engaño: luchar contra todo lo que no es Dios es ya una oración. El esfuerzo de una lucha continua puede gustarle más a Dios que la posesión pacífica y cómoda de una victoria. La lucha es ya una muestra de nuestro amor a Dios: militat omnis amans (todo el que ama lucha) decía Horacio.

Luchar en la oración es luchar por Dios; esforzarse por superar el sueño y por apartar las distracciones que nos asaltan es demostrar a Dios que en nuestro corazón Él tiene la primacía, que Él es lo más importante, que le amamos sobre todas las cosas.
La lucha es ya una oración, porque se lucha para hacer triunfar a Dios en mí, para que Él se pasee como dueño y Señor de mi vida.

Esta lucha interior, silenciosa y oculta, no es ciertamente noticia para el periódico de la diócesis. Sin embargo, es la batalla más importante para todo sacerdote. Dios premia esta la lucha concediendo luces interiores, consuelos espirituales y fecundidad apostólica a sus palabras y obras.

3. En la oración se libran las batallas de Dios:

El hombre que lucha por los intereses de Dios, no lucha solo. Dios está con él. Dios carga el mayor peso de la obra. Él es el primer interesado en la salvación de las almas y en el progreso de su Reino entre los hombres; es el primer interesado en la conversión de los pecadores, en el retorno a su seno de los recalcitrantes a su gracia, es el primer interesado en la salvación del mundo.

No hacer oración es ya perder una batalla para Dios porque le estamos dejando de lado en nuestro esfuerzo. La oración es una lucha para arrancar las gracias de Dios.

“Y sucedió que, mientras Moisés tenía alzadas las manos, prevalecía Israel; pero cuando las bajaba, prevalecía Amalec” (Ex 17, 11). El sacerdote que ora está levantando las manos para que el pueblo, que le ha sido confiado por Dios, venza las batallas contra el demonio, el mundo y la carne.

Por todo ello, la oración es el primer deber del sacerdote, es el primer y más importante apostolado. Las más grandes conquistas apostólicas se vencen en la oración. En la economía sobrenatural ciertas gracias sólo se alcanzan a través de la oración: “Esta clase (de demonios) con nada puede ser arrojada sino con la oración” (Mc 9, 29).

Este es el ejemplo de los grandes santos. El cura de Ars no comenzó su actividad ministerial saliendo a la plaza a predicar ni a organizar a la gente. Al ver que nadie venía a la Iglesia, no hacía sino ponerse de rodillas ante el sagrario y orar, orar día y noche, orar a Dios por su pueblo; con su oración logró arrancar del cielo las gracias de conversión para sus fieles. La gente, al ver que su nuevo párroco no hacía otra cosa que rezar y sacrificarse, comenzó a asomarse con curiosidad por la puerta. Con el tiempo la cantidad de “curiosos” llegó a ser tal, que no pudo caber ya en el interior de la Iglesia.

Es necesario convencernos de que el dilema “oración o apostolado” es un engaño. Como sacerdotes y como hombres de Dios nada podemos si no estamos unidos a la Vid.

El esfuerzo de una lucha continua puede gustarle más a Dios que la posesión pacífica y cómoda de una victoria. La lucha es ya una muestra de nuestro amor a Dios.

La oración del sacerdote

La oración del sacerdote debe estar amasada de fe, humildad, agradecimiento, adoración, confianza, silencio, perseverancia, para que Dios sea el Dulce Huésped de su alma y para que su corazón esté siempre protegido contra el hechizo del mundo sensual, materialista y orgulloso.

El sacerdote tiene que amar la oración, debe anhelar ansiosamente disponer de un tiempo para el amado, debe tener sed de oración, y por ningún motivo debe relegar o dejar “para después” la oración.

Especialmente el sacerdote tiene que amar la oración porque está expuesto al peligro del activismo que seca su alma y hace estéril su vida apostólica.

El agua de la oración ha de regar el corazón del sacerdote y así su vida será como “el árbol plantado a la vera de las aguas, que echa sus raíces hacia la corriente y no teme la venida del calor, conserva su follaje verde, en año de sequía no se inquieta y no deja de dar su fruto” (Jr. 17, 8)